sábado, 12 de mayo de 2012

Apenas tenía quince años


Pretendo, si fuera posible, intentar un acto de regresión. Olvidarme de todo lo acaecido con posterioridad y que mi mente volviera a cuando tenía quince años. De ser así, hoy me hubiera levantado temprano, hubiera desayunado un vaso de leche ardiendo con mucho Cola-Cao y un buen montón de galletas María -antes de que los Fontaneda vendieran su galletera- para correr desde mi casa -en Ronda de Levante- hasta Monteagudo por el camino viejo, y regresar, al mismo punto, por la antigua carretera de Alicante. Tras ese entrenamiento, posiblemente, me hubiera puesto a contestar correspondencia de la extinta Asociación Terrariófila y Acuariófila Schuberti (ATAS), o dar de comer a mis bichos, o limpiar los fondos de los acuarios, donde los sumatranos y los neones eran algunas de mis pequeñas joyas. Después de comer macarrones con tomate, a lo tragapavo, saldría a jugar un partido de fútbol con mi club de toda la vida: el Racing de La FLota, para enfrentarnos al Naval de Cartagena, o al Kelme de Elche, o al Real Murcia.
Aquello era un no parar. Una vez finalizado el partido me volvía raudo a mi barrio con la ilusión de ver a la niña de mis ojos, a pesar de que ella -cosas de la edad- ya se andaba fijando en chavales tres o cuatro años mayores que yo y eso me preocupaba.
Lo que al principio era una intuición, pronto se confirmó y, de ese modo, sufrí mi primera gran decepción amorosa. El barrio, desde ese instante, comenzó a parecerme más feo. Los juegos con los amigos ya los sentía desfasados e insulsos. Nada me ilusionaba. Tan sólo mis peces tropicales, mis tortugas y mis culebras bastardas conseguían evadir de mi mente la imagen de mi amiga saliendo del barrio, en dirección al centro de la ciudad, de la mano de un zanguango barbicerrado de un metro ochenta y pico.
En ocasiones me consolaba en mi cuarto con una bombona de butano. No. No es que me la aplicara por semejante sitio, ¡mal pensados!. Se lo voy a explicar mejor: Me acostaba en el suelo boca arriba y, a modo de pesa de halterofilia, la levantaba sobre mi pecho con ambos brazos más de cien veces por sesión. Una vez finalizado el gasístico ejercicio realizaba un sinfín de flexiones y abdominales hasta que me ardía la pelleja. 
Como podrán suponer, después de tan frenética actividad deportiva, tenía siempre unas enormes ganas de cenar y, por supuesto, se difuminaba, en cierto modo, el agobio y la mala leche que sentía al recordar al Geyperman que me había levantado a la parienta.
Mientras mi madre preparaba la suculenta y abundante cena, yo bajaba un rato a la calle a ver qué se cocía por allí. En ocasiones, mi amigo Lorenzo, al que siempre consideré como un hermano, me acompañaba a casa para echarme una mano con los bichos y, con la escusa, se quedaba a cenar y, cómo cenaba. ¿Donde metes lo que comes?-le decía mi madre. Lorenzo no  decía nada para no perder bocado, tan sólo respondía con una gran sonrisa, se apartaba, constantemente, el flequillo que le tapaba los ojos, mientras le hincaba el diente a un bistec de ternera con patatas fritas y se zampaba un enorme vaso de Pepsi. Otra cosa no, pero Lorenzo y yo siempre tuvimos claro que lo nuestro era la Pepsi.
Así era un día cualquiera de mi vida cuando yo apenas si tenía quince años. Espero que les haya gustado este pequeño acto de retrospección. Parece que fue ayer, y ya han pasado casi treinta años.

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