martes, 1 de mayo de 2012

Días de hospital XXII


Ayer disfrute mucho de la risa de mi madre. Puede sonar a pedantería pero ver a una madre sonreír, en cuidados intensivos, es algo maravilloso. Sólo es comparable a escuchar el primer llanto de tu hijo, o a que te toque el gordo de la lotería de navidad. La vida es tan maravillosa que, en cuestión de días, puedes pasar de desconfiar en los médicos a amarlos y venerarlos tanto como un mexicano venera a la Virgen de Guadalupe o los madridistas a Cristiano Ronaldo.
La mejoría de mi madre es nuestra propia mejoría. Lo único triste de todo esto, especialmente para ella, es que mi hermano ha tenido que regresar a Edimburgo, para trabajar, y eso la invade de nostalgia.
Ayer los médicos le autorizaron a tomar su primera manzanilla, y al principio sintió temor a beber, pero luego lo aceptó con resignación. Nunca me había planteado el hecho de que tomar una manzanilla pudiera tener tanta trascendencia ni provocar un rechazo de esa naturaleza. Lo que para unos es una cagada para otros puede suponer toda una proeza.
Estoy descubriendo, estos días, que el submundo hospitalario es un misterioso caldo de cultivo de virus, contradicciones emocionales y replanteamientos morales de difícil entendimiento. Tengo que reconocer que, al igual que mi madre no volverá a ser la misma cuando, por fin, salga del hospital, yo tampoco seré el mismo que la trajo al sanatorio. Algo habrá cambiado para siempre. En mi caso, esta situación tan agónica, me ha servido para encontrarle más sentido y más valor a la relación con mi madre. 
He vuelto a disfrutar besándola, acariciándola, velándola o llorándole mientras dormía su inconsciencia y, a través de una mágica reacción, yo recobraba la mía.
Mi familia desunida a encontrado, de nuevo, la razón para apretar nuestro nudo gordiano, con la unánime ilusión de ver a nuestra madre recuperada en su casa, lo antes posible, para poder seguir escuchándola recitar su lista de la compra, de sus tareas domésticas o historias diversas de gente que nunca hemos conocido y, probablemente, nunca lleguemos a conocer. 
Con sus defectos y sus virtudes, hemos redescubierto cuánto la queremos y la necesitamos. Mucho más de lo que nosotros mismos, en un principio, pensábamos. Siempre he escuchado, que no le damos valor a las cosas hasta que las perdemos, y aún estando de acuerdo con este planteamiento, yo añadiría, no nos damos cuenta de cuanto queremos a alguien hasta que nos lo quieren arrebatar.
Mi madre, es mi madre y quiero que lo siga siendo por mucho tiempo. Soy un egoísta, lo reconozco, pero no quiero perderla por nada del mundo.
Muchos ánimos, mamá, después de todo lo que has pasado, esto lo tienes  chupao.

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