viernes, 11 de mayo de 2012

Días de hospital XXVI



Recuperar la respiración es la máxima prioridad que tiene mi madre, en este momento, pero le da mucho miedo. Sólo pensarlo hace que se bloquee, de tal manera, que el ejercicio se le convierte en algo así como si a usted que esta leyendo, o a mí,que estoy intentando escribir esto, me diera, que no me va a dar, por subir en bicicleta a la Cresta del Gallo.
Por lo demás, todo continúa en franca mejoría, aunque no sabemos nada de la biopsia que le practicaron tras su operación, a pesar de que lo hemos solicitado por activa y por pasiva.  
Mi madre tiene miedo y yo también. Ella por su respiración y yo por los próximos viajes de trabajo que tengo a Polonia, México y Finlandia que me van a tener alejado de ella casi veinte días. Soñaba con que, para esas fechas, ella ya pudiera estar en planta, pero me temo que no va ha ser así.
Le he informado, pizarra en mano, de que su Atletic de Bilbao sucumbió en Bucarest ante el tigre Falcao, un señor de Colombia que tiene olfato de gol hasta cuando tiene gripe. Me recuerda en sus movimientos al mexicano jubilado Hugo Sánchez que también vistió la elástica del Atlético de Madrid antes de fichar por el Real Madrid. Mi madre es menos futbolera que mi recientemente fallecida abuela Mercedes. Así que me ha dicho que le da igual lo del Bilbao, y lo de Falcao y lo de Hugo Sánchez. Lo que ella quiere es irse a su casa y punto.
Si yo estuviera en su lugar no se que haría. Mis estancias hospitalarias nunca fueron más largas de tres o cuatro jornadas, así que no tengo experiencia suficiente como para aconsejarle. Pero si pudiera leer, leería y si pudiera escribir, escribiría. Pero mi madre solamente puede mirar a la pared azul y pensar. 
Sus pensamientos, en ocasiones, según nos ha comentado, le traen, inconscientemente, a la cabeza, un perro blanco que había en una finca, frente a la casa de mi hermano cuando vivía en Barcelona, y que siempre estaba solo y encerrado. Aquellos ojos perrunos lastimeros se le clavaron en el subconsciente y ahora se le aparecen, sin control, estando despierta o dormida. Quizás esa empatía supina, con ese perro, sea el reflejo de su propia realidad. El perro encerrado en su vallado y mi madre prisionera del Box número 11. El perro sujeto por una cadena infinita de hierro galvanizado y mi madre conectada a casi una decena de gomas y de cables. Mi madre mirando, a lo lejos, los tejados decrépitos de un barrio que envejece y, el perro, tras la valla, mirándola a ella con resignación y ansiedad. Quizás por eso, se acuerda tanto de él. En el fondo, los dos tienen algo en común.

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