sábado, 24 de octubre de 2015

Mi abuela y sus trolas


Onofre Villatuercas fue un tipo marcado por la desgracia. Cojo de nacimiento, al poco de nacer, contó mi abuela que en paz descanse, le cagó la moscarda. A los pocos meses de venir al mundo pasó la meningitis, las cagarrias del lactante, le cayó agua hirviendo encima, y hasta le picó una avispa en un ojo. El pobre nació para sufrir como Induráin nació para montar en bicicleta, o Nadal para jugar al tenis. Pero él no se amilanaba, y a pesar de tener una cadera más alta que otra, y un ojo mirando para Cuenca, jugaba al fútbol en el patio como todos los demás y le pegaba con el taco que no veas.
Con su zapatón de madera era un peligro, sobre todo cuando nos daba con él en las espinillas, o nos pisaba sin darse cuenta. Todos nos fijábamos en ese zapato ortopédico, y en su ojo a la virulé, como el que se fija en un relicario. Onofre no se lamentaba, lo más mínimo, de sus aparentes limitaciones y pronto creo la legendaria "Banda del cojo". 
Pese a su cojera, y vivir siempre guiñando un ojo, Onofre creció inesperadamente hasta casi los dos metros de altura, cosa poco propia de los niños que de pequeños sufren ese tipo de enfermedades, pero que le venía muy bien para coger brevas y mirar por encima de las tapias. La Banda del cojo se hizo famosa en la zona por agrupar a lo mejor de cada casa. Otro de sus integrantes, el Vivancos, pesaba casi cien kilos con trece años y tenía la cara perdida de granos, y del Patri, que perdió un brazo en un accidente de ferrocarril en el que su padre y su madre no lo contaron. 
Onofre, el Vivancos y el Patri, siempre iban acompañados de seis perros callejeros que habían ido incorporando al grupo conforme se iban cruzando en su camino. Para reafirmar su identidad grupal decidieron abandonar a sus familias y en un huerto abandonado a las afueras del pueblo construyeron una cabaña, a la que pronto se unió un burro abandonado que tenía más años que la momia de Tutankamón, y un gallo de pelea que habían encontrado medio muerto después de una pelea en la que los promotores tuvieron que salir corriendo ante la inesperada llegada de la Guardia Civil. 
La cabaña, y su territorio circular protegido por una bardiza de cañas, era su mundo. Un universo marginal en el que imperaba la imperfección y la desgracia, y cuya bandera, negra con una tibia y una calavera, era temida en la zona sin que nadie, en realidad, supiera muy bien el motivo. 
A la banda pronto se unió un mozo desertor de la mili, una monja que se escapó del convento de clausura saltando la tapia, y que estaba embarazada de cinco meses, una niña huérfana maltratada por su padre, una vieja a la que habían abandonado en un descampado, y un loco que caminaba agachado porque lo habían criado en un gallinero a base de amasijo y, de vez en cuando, hasta cacareaba. 
Los problemas vinieron por lo que siempre vienen: por hambre y por acumulación de pobres. Toda concentración de pobres con hambre siempre es vista como una revolución impropia de sociedades civilizadas. Pronto, para comer, se vieron obligados a robar de los huertos cercanos, de la tienda de ultramarinos de la esquina, y a apropiarse de todo aquello que pudiera ser ingerido por aquellos estómagos tan vacíos y desventurados como los de los que volvieron de Cuba.
La orden de desalojo la dio el alcalde a petición del cura párroco de la localidad. Les denunció por escándalo público y por la supuesta realización de actos sacrílegos a la luz de la hoguera. Otra denuncia fue la de los comerciantes de la zona que se quejaban de los hurtos. Otra de la Concejala de Sanidad que alegaba cuestiones de salubridad pública. Y por último, la del propietario del huerto, que aunque estaba abandonado desde hace años, decía que el huerto era suyo y que... ¡afuera todo el mundo, coño!. 
El desalojo de la comuna revolucionaria fue llevado a cabo por la Benemérita - los seis efectivos de la pequeña Casa Cuartel y su sargento-, una ambulancia de la Cruz Roja, junto a dos policías municipales que acudieron, nadie sabe por qué, con el traje de paseo, y el cura, que no quería perderse tan histórico momento contra el avance bolchevique y el ateísmo.
El desojo del campamento fue pacífico, dentro de lo que cabe. Caía un ligero calabobos. A penas si quedaba fuego en la lumbre. El cuco cantaba y las ranas de una balsa cercana, también. El Vivancos y el Patri salieron acompañados del "Agachado" que salió cacareando y moviendo los brazos como si quisiera alzar el vuelo para escaparse de allí, y para siempre. A la vieja abandonada la sacaron unos camilleros de la Cruz Roja, porque no se podía levantar, y de la que no se despegaba ni un milímetro la niña maltratada que por fin había encontrado algo de calor familiar. El soldado desertor quiso hacer alarde de su uniforme, y su prófuga bravura, y se abalanzó contra las fuerzas del orden, pero fue reducido por el sargento de un sopapo ante el regocijo de su tropa, y del cura, y de la concejala de festejos que, como suele ser habitual, acababa de llegar para no perderse la fiesta.
-Falta el Onofre y la monja, -dijo el cura, como un soplón de tres al cuarto.
-¡Guardias!: mirad en esa chabola de ahí -ordenó el sargento atusándose el bigote con chulería.
Dos guardias abrieron una especie de puerta y, ante sus ojos, bajo la luz tenue de un candil de aceite, se encontraron con un pesebre. Un recién nacido ocupaba el centro de la estancia en una improvisada cunita hecha con paja y una sábana robada del tendedero de la casa de la Señora Paca. A su lado estaba Onofre y, al otro, la monja, que, al parecer, ya se había aliviado y tenía una teta fuera de la que goteaba leche como para hacer un queso. El burro viejo estaba en la parte de atrás y, sobre su lomo, se encontraba el gallo de pelea, que pareció no ver con buenos ojos la llegada de los intrusos y se abalanzó sobre ellos con la ofensiva intención de clavarles el garrón. El burro comenzó a rebuznar y el niño a llorar porque le habían quitado su teta. El cura, al intentar entrar en aquella chabola, recibió el inesperado ataque de una bandada de palomas que habitualmente vivía en el campanario de la iglesia, y el impacto de un gran destello de luz que emanó de la cunita cegando la vista momentáneamente de todas las autoridades allí presentes.
Y así fue como nació la leyenda del Santo Niño de las Palomas. Así, o algo parecido me contó mi abuela. Aunque mi abuela tenía mucha imaginación y contaba cada trola...


2 comentarios:

  1. Bueno a ver por done empiezo.
    Yo conozco del pueblo de mi infancia a un Onofre que tenia mas mala leche que yo cuando hacienda me llama para alguna minucia...Tambien cojeaba y andaba algo frustado por la vida, vamos que a bolazos nos tenia fritas a las niñas de la pandilla.
    Hace unos dias han desalojado aqui en Sevilla a una carpa que habia para los in techo y habia unos parecidos a esta banda. Lo curioso que se manisfestaban mas por el techo de sus perros que por ellos...
    Por ultimo esta panda es la que puede ser la parecida aesa que dicen...Dios los cria y ellos se juntan...
    Muy bueno para no variar.
    Muchos besitos,y dale uno a la chiquitina.
    Buena semana

    ResponderEliminar
  2. Vaya, y a los pocos días llegaron tres moteros en sus Harleys, con el oro afanado en un butrón, el incienso que les sobró a sus padres de la comuna, y la mirra... Bueno, lo de la mirra ya nos lo contarás tú, que tienes más imaginación.
    Abrazos, siempre

    ResponderEliminar