sábado, 7 de abril de 2012

Días de hospital XIII



Nunca le había encontrado sentido a tatuarme en la piel un corazón con el lema: "amor de madre" y ahora me arrepiento de, en mis tiempos de militar, no haberlo hecho. Quizás le he tenido siempre un poco de aprensión a las agujas y un cierto repelús a los legionarios; esos novios de la muerte tan machos y tan rudos, con la camisa abierta hasta la mitad el pecho y el chapiri calado entre las cejas. Muchos de ellos lucen ese tatuaje tanto como el estigma de ser lo peor de lo peor. La unidad de choque ultraconservadora del ejercito español, heredera póstuma del todo que formaban, en el caducado imperio español, la espada y la cruz. Poder y religión en perfecta simbiosis y armonía.
Estoy por pedir permiso para colocar a la entrada del box de mi madre: una cabra, un estandarte legionario y al lado del rosario que colocó el hermano de mi cuñado con esparadrapo, poner el chapiri con los galones de sargento primero chusquero. Seguro que la performance hospitalaria acojonaría. Lo que no tengo muy claro es si tal despliegue de medios tendría un efecto beneficioso para la recuperación de mi madre o todo lo contrario.
En cierta ocasión un legionario me dio una patada en el pecho que me tiro del banco del jardín donde me encontraba. 
-¡Los hijos de papá sois todos unos maricones y unos hijosdeputa! -dijo chillando el legionario, arrojando espuma por la boca, mientras me propinaba un certero golpe de taekwondo en el plexo solar.
Tuve suerte de que no se cebara conmigo, ya que las amigas que me acompañaban en aquel lance, no estaban como para defenderme de aquel energúmeno cuartelero y además, para más inri, salieron corriendo despavoridas mientras yo imitaba al cristo yacente en el césped al lado de varias cagarrutas de perro. En lugar de una lanzada en el costado a mi me habían metido una bota de paracaidista de la talla 46.
Mi madre lleva muchas más lanzadas que el cristo y que yo. De hecho, he intentado contar el número de cables y de sondas que entran a su cuerpo y he desistido al perder la cuenta en varias ocasiones. 
Cada día le encuentro a mi madre más parecido a Frida Kahlo y sus sufrimientos hospitalarios. Yo me veo más parecido a Diego Rivera, sobre todo en lo gordo. Aunque, como mexicano adoptivo que fui, ganas no me faltan para mentarle la madre a más de uno o mandarlos a la chingada.
Siempre que voy a verla me fijo en su dedo encendido que irremediable me recuerda a la película de E.T. El extraterrestre, de Steven Spielberg. El pobre marcianito cabezón, como mi madre si pudiese hablar, siempre decía: mi casa, mi casa...
El calvario de mi madre y el nuestro, al parecer, no ha hecho más que empezar.

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