Cuando llegamos al box mi madre levanta la mirada y nos sonríe, primero a mi hermano y después a mí. Su mirada se ilumina tras los cristales de sus gafas, que, al mediodía, por fin ha querido que se las pongamos y que aún, en el pase de la tarde, conserva puestas. Esta más guapa que cuando entró al hospital. Los nervios que tenía al despertar se le han ido transformando en resignación. Le hablamos de todo para ponerla al día y se ha alegrado mucho al saber que mí abuela, pese a sus 98 años, se está recuperando muy bien tras su neumonía. Se ríe cuando le decimos que la abuela, sin dientes, pide bocadillos y que se ha cabreado mucho por la derrota del Barsa. A mi madre eso le da igual porque ella siempre ha sido del Bilbao.
Que una madre vuelva a nacer es algo maravilloso. Llegamos a pensar en lo peor, sobre todo cuando, estando en planta el último día, antes de ingresar en la UCI, la familia recién llegada a su habitación nos aconsejó, al verla, que pidiéramos la presencia de un cura para darle la extremaunción. Después de sufrir las cuatro paradas cardíacas, mi padre y yo, nos temimos lo peor. Comentamos que todo estaba al corriente y los recibos de Santa Lucía, la compañía aseguradora de decesos, pagados. Todo en regla por si el teléfono, que por aquellos días nos aterraba su sonido y quemaba en las manos, trasmitía la fatídica noticia.
Hemos visto, durante este tiempo, a varias familias que perdían a algún familiar y sus consiguientes escenas de dolor. Nosotros estábamos preparados para lo que pudiera venir, si es que para una cosa así se puede estar preparado en algún momento. Pero mí madre no quería irse a ninguna parte y, ahora, espera sentadita en su cama a que lleguen las horas de visita para vernos y disfrutar de todos nosotros.
Nos reímos mucho con ella cuando intenta hablarnos y no nos enteramos. Se cabrea con nosotros, dice que parecemos tontos. Hoy nos ha comentado, con su voz muda, que los enfermeros parecen japoneses y al preguntarle el motivo nos ha respondido: ¡por la ropa que llevan!. Nos pregunta por todo el mundo. Dice que, hoy, el fisioterapeuta no le ha hecho daño y que es un chico muy guapo, a lo que su amiga Carmen a respondido que le pida el teléfono para a ver si ha ella le hace también un buen masaje, que falta le va haciendo.
Está y estamos deseando que le quiten la traqueostomía, aunque somos conscientes de que su respiración espontánea es aún insuficiente.
Ahora, cuando voy al hospital siento una alegría tremenda y cuando me marcho también. En tan poquito tiempo cómo ha cambiado el cuento. En estos templos de la salud, la vida y la muerte van de la mano, en una inquietante convivencia. Estoy convencido de que mi madre al sentir la mano fría de la muerte la soltó de golpe. Cuando pueda hablar, y esté de buen humor, se lo pienso preguntar, aunque dicen los médicos que la mayoría de los enfermos que pasan tanto tiempo en cuidados intensivos al salir no recuerdan casi nada.
Sería precioso que ella no se acordara de nada. Hay cosas en la vida que no merecen la pena recordarse.
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